Viajes a lo imposible (para hacer una película, primero tienes que subir a una montaña)

Por cada película que llega a ver la luz muchas son las que permanecen en el limbo de lo infilmado. Estas últimas son las únicas películas perfectas porque solo existen en potencia, como idea o como sueño, y no han sufrido el choque con lo real. En cambio, las que sí han llegado a existir serán siempre y necesariamente imperfectas, un catálogo de compromisos y renuncias y, quizá, de algunos felices encuentros. “Todo es posible a condición de ser lo suficientemente insensato”, dijo Orson Welles; pero, como él mismo descubriría, tal optimismo no era más que el obstinado deseo de un rebelde inconformista.

Cada película que llega a nuestros ojos es, por lo tanto, un pequeño milagro, un fragmento arrancado a la oscuridad, a la nada y a lo imposible. Porque la belleza del cine podría estar precisamente en su carácter improbable y perecedero, en lo milagroso de su maquinaria tecnológica que, como tal, siempre estará a merced de la imperfección, la anomalía, el defecto o el error. En el interior de cada película anida la posibilidad del no ser y la historia del cine será siempre una negociación entre lo visible y lo invisible, entre sus películas posibles, es decir, aquellas que llegaron a filmarse y todavía se conservan, y las imposibles, aquellas que no se filmaron jamás o se perdieron para siempre.

Por todo ello, una de las más conmovedoras historias posibles del cine —a la que se dedica este curso— es la de los creadores melancólicos que, como dijo Walter Benjamin de Kafka, cortejan constantemente “la pureza y la hermosura de un fracaso”, que lo quieren todo para, en ocasiones, no llegar a nada, que aceptan el azar como un detonante más de sus historias, que siguen avanzando a pesar de los accidentes, que no dejan de buscar ese norte que han perdido hace tiempo... Esos creadores que, en fin, viajan a lo imposible para encontrar lo posible.